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No, no era un capricho, desde chiquita lo sentí y a medida que fui creciendo lo confirmé “este cuerpo no es mío”. Nadie me creyó, todos pensaban que tenía un problema y me decían hasta que estaba mal de la cabeza. Todo me molestaba, no me sentía conforme y me sentía incómoda; ya no respondía cuando me llamaban Germán ¿quién era Germán? yo me llamaba Diana, Diana Chinchilla y todavía no entiendo por qué siempre les costó tanto entenderlo.

 

Mis días no son fáciles; hay momentos donde cierro los ojos y solo puedo recordar a mi tío pegándome e insultándome cuando les confesé que ya no quería ser más ese Germán, cuando les dije que estaba cansada de usar esa ropa que siempre me daban y que ya quería vestirme como las niñas con las que jugaba, femenina. Yo boté esa ropa, es que ¿por qué me obligaban? no había nada más hermoso para mí que esas faldas con pliegues y pendejaditas, todas se veían preciosas y, siendo sincera, siempre tuve buenas piernas, ¿por qué ocultarlas?

 

En mi cumpleaños número 13 me cansé, ya no tenía porqué seguir aguantando tanto maltrato y tanta discriminación. Ese día me dolió mucho, pero tuve que gritarlo fuerte y hacerme la idea: mi familia me dió la espalda. No estuvo bien, pude sentir cómo se moría mi alegría y desde entonces solo puedo decir que soy más amargada que feliz. Esas historias donde todo termina bien se alejan mucho de la mía, pero es la vida que me tocó vivir. 

 

Era una niña de 13 años que apenas estaba comenzando su vida, pero ya añoraba llegar al final de esta. Recuerdo que después de mucho caminar me encontré una pieza en Zona Tolerancia, aquí en Bucaramanga y por la 15 con 31, algo así, ya ni me acuerdo. Yo salí de mi casa sin decir nada y el salir por esa puerta no significó solo la eterna despedida con esos con los que compartía la sangre, sino que fue también un cambio de vida; ese día Germán se murió para siempre, pero para el mundo nació Diana, era momento de que la conocieran. 

 

El barrio en el que vivía era espectacular. Yo me acuerdo que entre los vecinos nos conocíamos y como todos sabíamos del otro, eso de la delincuencia no era cosa de qué preocuparse. Ya todos sabían que yo era trans, me respetaban y nadie se metía conmigo porque yo no me metía con ellos. Me tuve que salir del colegio porque eso de vivir sola significaba cosas distintas, yo ya tenía que pagar mi propia comida, el arriendo de la pieza y todo lo que necesitara debía salir de mi bolsillo. Por ahí estaba de moda eso de la prostitución y alguna vez alguien me lo mencionó porque yo no tenía plata. Estaba muy angustiada porque nadie me quería dar trabajo, decían que “ellos no contrataban maricones”. 

 

A mí me pareció bien, empecé a trabajar todas las noches y la verdad es que no me iba ni mal, ganaba lo que necesitaba para pagar mis deudas y empecé a encontrar un poco de tranquilidad, al menos en lo económico. El barrio poco a poco se fue dañando porque definitivamente calle que no tenga droga, no es calle. Empezaron a llegar todos esos drogadictos, ya se escuchaban disparos, robos, y se puede decir que la violencia llegó para quedarse, ya ni hablar de cómo está esto actualmente. 

 

En esos tiempos empezaron los secretos, ya no hablo solo de mi sentir personal de negarme a ser un hombre, yo siempre he sido una mujer y desde que una amiga que me contó que yo podía cambiarme el nombre para que apareciera ese que yo eligiera en la cédula, ya figuro en los papeles oficiales como Diana, así que ahora no tiene sentido que alguien me llame distinto. Sin embargo, hay secretos más profundos que cargo y que prefiero tenerlos como un objeto intocable: dolor, tristeza, rabia, impotencia, depresión, ansiedad y todo lo que se pueda derivar del abandono de una familia, del maltrato psicológico y físico de la misma, matoneo, homofobia, agresiones de todo tipo, violencias de todo tipo y un rechazo que preferí enfrentarlo con mi peor cara, la de la rabia, y dejar de llorar como lo hice por tantos años, como una boba. 

 

La vida de trabajadora sexual y en el sitio donde yo estaba no era fácil. Había muchos hombres que se aprovechaban o que no pagaban lo suficiente y yo necesitaba comer, pagar la casa y comprarme mis cosas. Yo siempre he tenido un carácter muy fuerte y casi todo el mundo piensa que estoy enojada, en parte sí, con la vida, pero otras veces simplemente son mis expresiones faciales y eso de alguna manera me ha ayudado a lograr un respeto, que me conozcan y que la piensen dos veces antes de meterse conmigo. 

 

Estando en las calles uno se da cuenta de muchas cosas, uno entiende cómo funciona todo, quiénes son los que mandan y qué papel cumple cada quien. Uno incluso llega a saber que en el barrio existen “los dueños del balón”, esos que controlan cada movimiento, cada acción, tanto así que si te llegan a robar algo, ya se sabe que se puede hablar con ellos y, si te respetan lo suficiente, ellos mismos mandan a que te devuelvan lo que te quitaron. Así son las dinámicas por acá, así es como funciona la vida y sí o sí hay que aceptarlo, no hay más opciones. 

 

En la calle también se conoce a mucha gente y en esas yo me di cuenta que en mi condición yo no era la única, habían otras niñas trans que eran trabajadoras sexuales, pero esas pobres sí que no tenían ni dónde caerse muertas. Uno solo las veía por las noches, buscando trabajo, drogándose o bien borrachas, y a medida que se iba haciendo más tarde, las podía ver pasando más pena porque el alcohol y las drogas empezaban a hacer sus estragos. Muchas de estas niñas uno las conocía y se daba cuenta que eran muy buenas personas, que habían pasado por cosas muy duras; a muchas de ellas también le dieron la espalda muchas veces, muchas tenían traumas y a casi todas se les notaba en los ojos el miedo y la necesidad de coger alguito de plata para comprarse así sea un pan con gaseosa porque no comían nada hace 1, 2 o más días. Lo peor de todo eran esos días que ya como a las 10 de la mañana uno escuchaba que fulanita de tal estaba capturada porque en la madrugada le robó el bolso a una doña, o que otra fulanita estaba yéndose a la cárcel porque le había pegado con una botella a un tipo y casi lo mata, o lo mató. Era muy duro verlas así y que yo tampoco es que fuera rica para decirles a todas “vengan yo las mantengo”, yo me sentía como una madre cuando sufre por sus hijos, sentía esa necesidad de cuidarlas, ayudarlas y pegarles para que dejaran de hacer tantas maricadas que las pusiera en peligro. Esas niñas estaban perdidas, ellas no eran malas personas, simplemente les tocaba vivir con lo que la calle les ofrecía, pero la gente nunca entiende eso, la gente no se pone a pensar en esas cosas, la gente solo opina, critica y sin ningún derecho nos ofenden.

 

Yo siempre quise ser madre, uno de mis sueños más profundos era cargar con esa panza de embarazada que le decía a todo el mundo que dentro de uno estaba un chiquito con nuestra misma sangre. Veía a las embarazadas y como que se me revolvía todo en el estómago; después de fantasear un rato volvía a poner los pies en el suelo y llegaba otra vez la realidad: eso no era para mí. Sin embargo, el sentimiento de madre sí me acompañaba siempre, y eso era lo que me hacía sufrir tanto cuando veía la situación de esas niñas. Poco a poco me fui haciendo amiga de ellas, pero era una amistad donde ellas me veían distinta, me veían como su madre porque yo les hablaba, les enseñaba cosas, les contaba mis historias y trataba de ayudarlas. Yo les ayudaba como podía, en medio de mis posibilidades, porque yo seguía viviendo en una pieza y ni modo de llevarlas a vivir conmigo, eran épocas muy duras para mí también.

 

Cuando yo era más joven tenía muchas personas que me querían ver muerta, les molestaba que yo dijera que era mujer; me decían cuanta grosería se les pasara por la cabeza y me trataban horrible, con desprecio, asco y era como si yo fuera un algo y no alguien. No podía salir a la calle tranquila porque siempre sentía que me seguían, me quedaban mirando por donde quiera que pasara y uno escuchaba los comentarios de la gente entre sí, ellos se hacían los que nada que ver, pero yo no soy boba y entre más lo ocultaban, más rápido me daba cuenta. He sido muy fuerte y muchas veces dejé pasar eso de largo, yo ya había tenido que librarme de una familia que me dijo y me hizo de todo, así que esas cosas para mí eran cuento viejo. 

 

En Bucaramanga, por esos días, se estaba hablando mucho de unos tipos que andaban por el barrio armados desde los pies hasta la cabeza, nadie sabía quiénes eran o qué querían, pero lo que sí se supo es que desde que esos tipos llegaron, la violencia se volvió pan de cada día, uno se despertaba y el desayuno era la noticia de que en la noche habían matado a fulanito de tal. En Bucaramanga los asesinatos, riñas y robos aumentaron muchísimo, yo los tenía presente, pero tampoco es que me muriera de miedo, hasta que una noche, entre la 15 con 31, estaba esperando a una amiga que me había dicho que bajara a la 14 para que me recogiera e ir a trabajar, y en esas, mientras yo estaba caminando, aparecieron unos encapuchados en motos que me gritaron de todo y me dispararon unas 10 veces en distintas partes del cuerpo, muchos de los muchachos que estaban por ahí, la mayoría de ellos delincuentes que uno se encontraba en el día robando carteras, celulares y cosas así, me cogieron cargada y me llevaron a la clínica González Valencia. Yo sobreviví a eso porque la atención en la clínica fue excelente, los médicos me salvaron y es un milagro que yo ahora esté viva; tenía muchos impactos de bala, pero ninguna de ellas llegó ni a mi corazón ni a ninguno de mis órganos, así que lo único que hicieron fue dejarme 10 cicatrices físicas con las que aprendí a convivir, y una cicatriz psicológica que marcó mi vida para siempre. 

 

Un día, la vida puso en mi camino a un muchacho con el que no tuve más remedio que volverlo mi hijo. Era un chiquito, hijo de una mujer drogadicta, que estaba en peores condiciones que yo. Ese niño me hizo revivir ese deseo de madre que siempre me ha acompañado, me hizo sentir amor y responsabilidad por él, por querer cuidarlo y ayudarlo. Para ese entonces yo ya me había ido de la pieza en la que vivía, ya me había comprado un terreno en el barrio y tenía mi propia casa, así que a sus 6 años lo cogí y me lo llevé a vivir conmigo. Mi hijo no es un santo y no lo puedo pintar como tal, también tiene sus problemas, yo no pude hacer mucho para que él creciera en otras condiciones, pero es un muchacho muy noble. Yo a veces no lo entiendo, hay días en que se notan sus ganas de cariño, pero hay otros que yo siento como no me quiere ni ver, y supongo que es normal, pero también lo regaño porque yo soy su mamá y él debe respetarme. 

 

Después de un tiempo de ya tenerlo en mi casa y yo en pleno jubileo, una amiga me hizo la propuesta de la vida: irme a Europa. Yo cuando escuché esas palabras no lo pensé dos veces, se me iluminó todo y esa parte de mí que sentía muerta revivió, empaqué mis maletas y me fui. Estuve dos años por allá, conocí muchos lugares, esos que uno casi siempre veía por televisión, era un sueño que yo estuviera caminando por esas tierras. Esos dos años fueron muy distintos, todo allá era diferente y me pude sentir más mujer que nunca. Claro que trabajé, trabajé más que todo lo que trabajé en Colombia y allá me nacía porque los hombres eran otros; eran educados, me respetaban, se disfrutaba, yo me reía y la pasaba muy bien, además de que el pago era mucho mejor que lo que pagan acá. Yo estaba viviendo el sueño de mi vida, hasta que mi hijo, desde un día cualquiera, comenzó a llamarme para decirme que lo había abandonado, que estaba solo y entre todos sus cuestionamientos me hizo sentir como esa madre que deja a su hijo sin pensar en él; yo no lo veía así, yo solo quería vivir, pero bueno, terminó mi sueño después de dos años y volví a Bucaramanga, a mi realidad. 

 

Llegar nuevamente a Colombia fue un choque bastante fuerte para mí, en todos los sentidos, pero psicológicamente me golpeó duro. Llegué y mi casa no estaba en las mejores condiciones, mi hijo me odiaba, el barrio estaba peor de como lo dejé, los casos de violencia, delincuencia y droga aumentaron, ese barrio no era mi barrio; los vecinos ya ni se veían por las calles, a todos les daba miedo salir y esas niñas que siempre sentí como mis hijas, tenían la mirada tan perdida que ni ellas mismas sabían dónde se encontraban, y no me refiero solo al plano terrenal. Una noche, de esas que hacen parte de lo que es mi normalidad, mientras estaba en la calle vendiendo droga, haciéndole el trabajo a mi hijo, para que él no saliera esa noche, 5 niñas se me arrimaron, con los ojos negros y la cara llena de esas sombras que ellas se ponen en los ojos, derretidas por las lágrimas, con labial hasta la nariz y olor a licor hasta las entrañas; me pidieron algo que me cambiaría hasta el nombre: cuídanos. 

 

Esas niñas me hicieron una propuesta, me dijeron que yo por qué no las dejaba vivir conmigo en mi casa, que les cocinara y las tuviera como mis hijas que ellas me pagaban con lo que hicieran cada noche, me ayudaban a pagar los servicios, la comida y lo que tuviéramos que pagar; me pidieron que fuera su madre, que ellas de igual forma se comprometían a ser mis hijas y sin tener que pensarlo mucho les dije que sí, antes de que cambiara de opinión. 

 

Dejé de ser Diana, la mujer trans, ahora era la “madre Diana”, “la mamá”, “mami”, “ma”. Me convertí en eso que nunca tuve y que siempre quise ser. Las niñas se parecían mucho a mí, estaban viviendo varias de las cosas que yo viví y también tenían gente que les estaban haciendo la vida de cuadritos, solo que ahora, por mi experiencia, rabia y hasta dolor, yo no dejo que las jodan y hago hasta lo imposible para que me las dejen en paz. Eran niñas solas y conmigo encontraron a alguien que no solo las ayudaba, sino que las entendía. Yo sabía que ellas tenían que salir por la noche, que para durar y aguantar esas jornadas tan difíciles sí o sí había que tener algo que ayudara, y que no me podía enojar si me llegaban borrachas o drogadas en la madrugada. Me tocó empezarlas a regañar cuando se ponían agresivas entre ellas mismas, o formarles ese carácter para que se aprendieran a defender de los que las querían joder, pero también para dejar la envidia y que aprendieran a convivir con las mujeres prostitutas y los gays que también estaban en el medio; si algo he aprendido es que todos somos parte de un mismo grupo y si solo tenemos dos opciones, o nos ayudamos, o nos acabamos entre nosotros. 

 

Sin darme cuenta fuimos formando una familia, de esas que tienen gustos, ritos y tradiciones en común. A las 4 de la tarde estábamos sentados (las niñas, a veces mi hijo con su familia, uno que otro chico gay y yo) comiéndonos ese pan caliente que sacan en la esquina con la gaseosa que no podía faltar; ese manjar se convirtió en nuestro plato favorito con los fríjoles que de una u otra forma a ellas siempre les quedan tan bien. En la casa nos repartimos las tareas, unos días a unas les toca barrer mientras las otras trapean, otras lavan la ropa mientras las otras cocinan, luego están las que tienen que salir a comprarse ropa, extensiones, esmaltes o las que se meten en líos y siempre me toca ir con ellas (o por ellas) a los CAI para que me las dejen libres. Eso sí, mis hijas no son santas, ellas también tienen sus demonios y están bien lejos de ser perfectas. Son nobles y casi todas son trabajadoras, perseverantes, pero nunca falta la hija loca, la que no quiere hacer las cosas, la que no sabe tomar y a las 3 de la mañana está por allá metida en una pelea arrancándole el pelo a otra, pegándole a un gay o a un hombre, robándole la cartera a alguien que se encontró por ahí o a la que le pareció muy lindo algo y lo quiso para ella; pero todas son mis hijas y ahí trato siempre de estar para ellas. 

 

Yo ya no soy la jovencita que era antes, ya soy la más veterana de todas, pero no es algo que me moleste porque la experiencia que cargo y los años vividos me hacen sabia, y esa veteranía hoy es lo que me ha llevado a ser líder acá en mi comunidad. Acá me respetan, me conocen, yo tengo la autoridad de ir a hablar con las otras autoridades y mediar cuando se necesita, puedo ir a hablar con los famosos dueños del balón cuando las niñas me cuentan que les robaron el celular o algo y muchas veces hago que les devuelvan las cosas. Yo no me dejo joder, y la última vez que uno de los “pirobitos” intentó hacerlo, lo mandé para la cárcel y allá se encuentra, hasta el sol de hoy. Peleo con esos policías que nos faltan al respeto porque son bien homofóbicos y a veces nos tratan mal, nos dicen vulgaridades y como saben de nuestra condición, se consiguen los nombres de cuando éramos hombres y nos gritan así en la calle, porque eso sí, hay gente que no cambia y esos “cerdos” están muy lejos de hacerlo, menos mal que no son todos y, al menos entre los que me han tocado, los buenos han sido más. 

 

Así como he ganado años, experiencia y respeto, también tengo que confesar que yo no soy feliz y esa es la frase que más le digo a todo el mundo cuando me preguntan ¿cómo serlo? a mí me ha tocado muy duro en esta vida, yo he sufrido cosas que nadie se imagina y que a casi nadie le ha tocado sufrir, pero estoy viva y a pesar de que la vida me ha golpeado muy fuerte, tampoco le voy a negar que me ha regalado cosas muy bellas. 

 

Cuando yo era chiquita, me acuerdo que siempre pensaba que eso del amor llegaba a ser un tanto ridículo, veía a mis amigas llorando por otros muchachos y viceversa, yo ni entendía por qué eran tan sensibles con eso; sin embargo, a medida que fui creciendo ese tema se volvió también un deseo para mí. He tenido muchas parejas, con todas he tenido problemas porque nunca me lograron entender, yo no soy fácil, tengo un temperamento fuerte y como no pudieron con eso, los dejé, ahí entendí esa frase de que “mejor sola que mal acompañada”, pero la vida me dijo, en otras palabras, “silencio”. Hace muchos años, cuando yo tenía alquilada parte de mi casa, vivía una familia que tenía un hijo joven, ese muchacho siempre se robó toda mi atención, pero yo era muy grande para él, ese estaba todavía muy pollo para mí. Un día, después de que ellos se fueron de mi casa y ya habiendo pasado un tiempito, el amor nos juntó; cada uno encontró en el otro un complemento para cada quien, él me da tranquilidad, estabilidad y yo le doy cariño, compañía. No tenemos una relación carnal donde el vínculo más fuerte son las relaciones sexuales, en nuestro caso la compañía y el afecto es el motor de la relación. Ese tampoco es un santo, también tiene sus vainas, sobre todo con esa maldita droga que no deja libre a ninguno, pero eso no le quita que sea atento conmigo y que siempre esté pendiente de lo que hago, de cómo estoy, dónde o hasta con quién. Mi muchacho trabaja en un supermercado, es de esos que manejan las motos y lleva a las personas hasta sus casas; es muy juicioso, todos los días sale temprano y como yo sé lo que le gusta comer, todas las tardes yo le preparo su comida, lo espero con un plato lleno de comida caliente, un abrazo y nos sentamos a comer, nos contamos lo que hicimos en la jornada y así le damos paso a la noche de trabajo que llega, y es así día a día.

 

Encontrar a mi hombre es lo que me ha dado un poco de estabilidad en estos días en los que ahora yo soy la perdida. Ya no quiero salir a la calle, me quedo días en la casa cuidando a mis animales, haciendo oficio, poniéndole cuidado a las niñas y ahora a los niños que también viven conmigo; mis salidas cada vez son más limitadas y muchas veces no es porque no quiera hacerlo, yo crecí en las calles, salí de ahí, pero las cosas han cambiado mucho, y ahora salir solo significa poner en riesgo la vida. Me siento cansada, ser la cabeza del hogar y tener tantas responsabilidades implica un trote para el que yo ya no estoy. Tengo que agradecer que al menos ahora tengo la cabeza más fuerte porque antes yo ya me hubiera quitado la vida y hubiera acabado con este cansancio y sufrimiento de una vez. A mí, por ese reconocimiento que me he ganado de madre, líder, guía, etc. muchas personas me buscan para entrevistarme, varios psicólogos se me han acercado a preguntarme que cómo estoy ¿cómo voy a estar? mejor me guardo las respuestas y un “ahí vamos” es todo lo que me queda para ofrecerles. 

 

La felicidad y la alegría ya no están, la amargura es mi apellido y aunque muchas veces me escudo en un corazón aparentemente de hierro, dentro de mí todo sigue siendo blandito y las cosas todavía me duelen, me asustan, me dan nervios porque yo podré tener mucha experiencia y ser la más veterana, pero todavía no me he muerto y hasta que mis ojos sigan abiertos seguiré sintiendo con normalidad. La rutina no para, tengo que seguir acostándome tarde y luego levantarme en la madrugada para abrirle a cada una de las niñas que llegan y a la hora que lleguen. Mi hijo todavía me tiene rabia, pero al menos ya habla conmigo, sigo bien y cómoda con mi hombre, así que, en lo que respecta a mi familia, en la que las niñas y los niños están incluídos, pasen los años que pasen, siempre sacaré las fuerzas que hay en mí para que ellos sigan sintiendo seguros de la forma en que los cuido. 

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